En la mitología
griega, Ares (en griego antiguo Ἄρης) se considera el dios olímpico de
la guerra, aunque es más bien la personificación de la brutalidad y la violencia,
así como del tumulto, confusión y horrores de las batallas, en
contraposición a su hermanastra Atenea, que representa la meditación y
sabiduría en los asuntos de la guerra y protege a los humanos de sus estragos.
Los romanos lo identificaron con Marte, dios romano de la guerra y la
agricultura (al que habían heredado de los etruscos), pero éste gozaba entre
ellos de mucha mayor estima.
Se lo
representa como hijo de Zeus y Hera, aunque existe una tradición posterior
según la cual Hera lo concibió al tocar una determinada flor que le ofreció la
ninfa Cloris, en lo que parece ser una imitación de la leyenda sobre el
nacimiento de Hefesto, y es recogida por Ovidio. También existe una
leyenda similar sobre el nacimiento de Eris, diosa de la Discordia. Su lugar de
nacimiento y auténtico hogar estaba situado lejos, entre los bárbaros y
belicosos tracios, y a él huyó cuando fue descubierto acostándose
con Afrodita.
Los
helenos siempre desconfiaron de Ares, quizá porque ni siquiera
estaba influenciado por el espíritu de pertenecer a un bando, sino que a veces
ayudaba a una parte y a veces a la otra, según le dictaban sus inclinaciones.
Su mano destructiva se veía incluso tras los estragos provocados por plagas y
epidemias. Este carácter salvaje y sanguinario de Ares lo hacía ser
odiado por otros dioses, incluidos sus propios padres.
«Ares»
fue también un adjetivo y epíteto en la época clásica: eran comunes los títulos
Zeus Areios, Atenea Areia e incluso Afrodita Areia.
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